El sábado pasado falleció William Rehnquist, hasta entonces el decimosexto presidente de la Corte Suprema de los Estados Unidos.
Ex funcionario del gobierno de Nixon, Juez de la Corte desde 1972, Chief Justice desde 1986, William Rehnquist fue un eficaz director de orquesta para el tribunal y las semblanzas que pueblan la prensa nortemericana lo recuerdan en general como un hombre cordial y dotado de una notable idoneidad gerencial para movilizar la Corte.
No dedicaré este post -quizá sí algún otro más adelante- a hacer un repaso por las luces y sombras de Rehnquist como juez ni del legado jurisprudencial que ha dejado su paso por la Corte, o las perspectivas que depara su renovación.
En cambio voy a compartir aquí una reflexión distinta, que se basa en una intuición subjetiva y acaso caprichosa.
Lo que se me ocurrió es que cuando uno mira a los dos grandes jueces contemporáneos de la Corte Norteamericana es posible advertir un paralelismo con los dos papados más trascendentes.
Paulo VI y Earl Warren fueron los pilotos de tormenta que encontraron el cauce para una renovación profunda y finalmente fecunda en sus respectivos dominios, el del dogma católico y el dogma constitucional. En ambos casos podrá decirse además que actuaron como catalizadores de movimientos que tenían una base de sustentación bien firme en el espíritu de la época, y su mérito fue aprovechar en pro de sus instituciones (la Iglesia y la Suprema Corte) la energía y los valores que impulsaban la renovación conciliar y el movimiento por los derechos civiles.
La misma relación de correspondencia puede trazarse entre Juan Pablo II y William Rehnquist, quienes por cierto aparecen con una impronta que luce más conservadora. Tuvieron que lidiar con un contexto álgido para encontrar un balance viable entre el estrecho margen dado por los descontentos que propugnaban un camino “contrarreformista” y quienes fascinados por los cambios querían demandar una revisión doctrinaria todavía más profunda. Los dos tuvieron que ejercer esta responsabilidad durante un lapso inusualmente largo, finiquitado en condiciones de salud adversas, dando testimonio de su compromiso y su tesón.
Ex funcionario del gobierno de Nixon, Juez de la Corte desde 1972, Chief Justice desde 1986, William Rehnquist fue un eficaz director de orquesta para el tribunal y las semblanzas que pueblan la prensa nortemericana lo recuerdan en general como un hombre cordial y dotado de una notable idoneidad gerencial para movilizar la Corte.
No dedicaré este post -quizá sí algún otro más adelante- a hacer un repaso por las luces y sombras de Rehnquist como juez ni del legado jurisprudencial que ha dejado su paso por la Corte, o las perspectivas que depara su renovación.
En cambio voy a compartir aquí una reflexión distinta, que se basa en una intuición subjetiva y acaso caprichosa.
Lo que se me ocurrió es que cuando uno mira a los dos grandes jueces contemporáneos de la Corte Norteamericana es posible advertir un paralelismo con los dos papados más trascendentes.
Paulo VI y Earl Warren fueron los pilotos de tormenta que encontraron el cauce para una renovación profunda y finalmente fecunda en sus respectivos dominios, el del dogma católico y el dogma constitucional. En ambos casos podrá decirse además que actuaron como catalizadores de movimientos que tenían una base de sustentación bien firme en el espíritu de la época, y su mérito fue aprovechar en pro de sus instituciones (la Iglesia y la Suprema Corte) la energía y los valores que impulsaban la renovación conciliar y el movimiento por los derechos civiles.
La misma relación de correspondencia puede trazarse entre Juan Pablo II y William Rehnquist, quienes por cierto aparecen con una impronta que luce más conservadora. Tuvieron que lidiar con un contexto álgido para encontrar un balance viable entre el estrecho margen dado por los descontentos que propugnaban un camino “contrarreformista” y quienes fascinados por los cambios querían demandar una revisión doctrinaria todavía más profunda. Los dos tuvieron que ejercer esta responsabilidad durante un lapso inusualmente largo, finiquitado en condiciones de salud adversas, dando testimonio de su compromiso y su tesón.