CORTE CONSTITUCIONAL DE COLOMBIA. 20 de octubre de 2005. Habilitación de la reelección del presidente de la República.
Al pronunciarse en una causa que había tenido en vilo al país, el tribunal constitucional declaró "exequible" o ajustada a la Constitución la norma aprobada en 2004 junto con la reforma de la Carta Magna, que permite la reelección del jefe del estado.
Este proceso judicial se dio en un contexto político de tremenda expectación pública y máxima tensión política, con un ambiente de consenso mayoritario a la cláusula reeelectiva, y con partidarios del uribismo que llegaron a sugerir que recurrirían a la desobediencia civil si el fallo no permitía al actual presidente optar a un nuevo mandato.
Además de la tensión institucional, había una notoria complejidad jurídica. Los nueve jueces de la Corte estudiaron 18 demandas, votaron 62 veces y concluyeron que no existían los vicios de forma ni los de competencia que argumentaron los demandantes. La votación fue de 6 contra 3 en los vicios de forma y de 8 a 1 en los de competencia.
La decisión fue comunicada por cadena nacional y sus fundamentos fueron explicados en un discurso de cerca de 35 minutos que pronunció el juez Manuel José Cepeda. El texto del comunicado oficial de la Corte puede verse en este link.
La cuestión técnica que debía resolver el fallo se deriva de un sistema constitucional que combina el procedimiento rígido con el flexible: el primero impera en cuanto a la sustitución o reforma total de la constitución, que debe hacerse con Asamblea constituida al efecto; la reforma parcial, en cambio, también se puede hacer por el Poder Legislativo mediante un procedimiento especial. Éste último fue el modo en que se promulgó la reforma constitucional en 2004, incluyendo la cláusula de reelección inmediata.
Mas allá de una objeción de trámite por la señalada omisión de debate en las comisiones de la legislatura, el planteo de los demandantes era que si bien se trataba de una reforma puntual y singular, el habilitar la reelección inmediata era un tema de carácter estructural en la conformación institucional de la República y en ese punto el Congreso había quebrado una inveterada tradición prohibitiva. Afirmándose además en los argumentos de este tenor que se habían vertido en la Asamblea Constituyente de 1991, los actores afirmaban que la cláusula en cuestión no podía decidirse por el procedimiento congresional pues no podía sostenerse que fuera, conceptualmente, una reforma “parcial”, sino que por el contrario estaba alterando el núcleo del sistema de gobierno.
La misma concepción “sistémica” era el basamento del planteo subsidiario, que denunciaba la omisión en habría incurrido el Congreso al no acompañar la reelección inmediata del Presidente de las modificaciones a la Carta Política necesarias para que la nueva institución resultase coherente con el bloque de constitucionalidad vigente, a efectos de salvaguardar el Estado democrático de derecho y pluralista, todo ello a raíz del perfil potencialmente hegemónico decantado hacia la figura del Jefe de Estado que, en ejercicio del poder, se presenta con competidores que concurren a los comicios desde el llano.
La Corte rechazó estos argumentos a partir de una exégesis bastante literalista –casi tautológica- de las normas involucradas. Asumió el principio de que la Constitución puede ser reformada por el Congreso, no derogada, subvertida o sustituida, pero a renglón seguido se atrincheró en la restricción constitucional que le impide hacer un control material sobre el contenido mismo de las reformas.
El criterio de la Corte colombiana es discutible: es imposible negar que habría –en algún punto- una zona donde la “reforma” constitucional surtiría efectos asimilables a la “sustitución”, pero el tribunal no se siente competente para analizar tales disquisiciones. Cierto es que el fallo deja abierta la posibilidad de limitar esas reformas cuando se trate de alteraciones que vengan a conmover “los elementos esenciales que definen el estado social y democrático de derecho, fundado en la dignidad humana”, aunque la salvedad suena a poco: pensemos en una reforma que pase de un sistema presidencialista a uno marcadamente parlamentarista, o de uno federativo a unitario, importantísimas cuestiones que definen la identidad de un sistema, podrían según la doctrina afirmada hacerse válidamente con el procedimiento “soft” que deja promulgar el cambio sin el consenso especial de un poder constituyente derivado y elegido al efecto.
Voy a poner ejemplos argentinos: en el caso “Fayt”, para poder llegar a la conclusión de que la Constituyente no estaba habilitada para poner la cláusula de caducidad / ratificación de los magistrados supremos a los 75 años, es obvio que tuvo que considerar el contenido de la reforma objetada. De lo contrario, nunca habría podido hacer una premisa menor en el silogismo que culmina invalidando. Pero, he aquí lo importante, revisar y escrutar el contenido de un acto -a los efectos de establecer la adecuación competencial- no implica hacer un control “de mérito” en el que el juez adopta el cartabón de su propio criterio político.
Cuando la Corte Suprema decretó la inconstitucionalidad del bien de familia de la Constitución de Córdoba en “Banco del Suquía”, no hizo análisis sobre el mérito de dicho instituto, sino que sólo dijo que era cuestión impropia de legislación local. Y, otra vez, sí tuvo que hacer un razonamiento que implicaba un encuadramiento liminar del “contenido”, lo cual le permitiría concluir que ello era inconciliable con la atribución federal de dictar el Código Civil.
Sin perjuicio de lo dicho, creo que en el fondo el argumento de las demandas era un poco forzado, ya que la prohibición de reelección no llega a ser un “cambio de paradigma” constitucional, por lo que en todo caso podría haberse llegado a la misma conclusión, pero por otros caminos. En cualquier caso, estos problemas me permiten arriesgar una moraleja útil para diseñadores constitucionales: la rigidez es mejor que la combinación de procedimientos reformadores “ordinarizados” que generan problemas y hacen que la Constitución pierda su vocación de permanencia institucional quedando a tiro de la voluntad política que pueda sostener una mayoría transitoria.
Este proceso judicial se dio en un contexto político de tremenda expectación pública y máxima tensión política, con un ambiente de consenso mayoritario a la cláusula reeelectiva, y con partidarios del uribismo que llegaron a sugerir que recurrirían a la desobediencia civil si el fallo no permitía al actual presidente optar a un nuevo mandato.
Además de la tensión institucional, había una notoria complejidad jurídica. Los nueve jueces de la Corte estudiaron 18 demandas, votaron 62 veces y concluyeron que no existían los vicios de forma ni los de competencia que argumentaron los demandantes. La votación fue de 6 contra 3 en los vicios de forma y de 8 a 1 en los de competencia.
La decisión fue comunicada por cadena nacional y sus fundamentos fueron explicados en un discurso de cerca de 35 minutos que pronunció el juez Manuel José Cepeda. El texto del comunicado oficial de la Corte puede verse en este link.
La cuestión técnica que debía resolver el fallo se deriva de un sistema constitucional que combina el procedimiento rígido con el flexible: el primero impera en cuanto a la sustitución o reforma total de la constitución, que debe hacerse con Asamblea constituida al efecto; la reforma parcial, en cambio, también se puede hacer por el Poder Legislativo mediante un procedimiento especial. Éste último fue el modo en que se promulgó la reforma constitucional en 2004, incluyendo la cláusula de reelección inmediata.
Mas allá de una objeción de trámite por la señalada omisión de debate en las comisiones de la legislatura, el planteo de los demandantes era que si bien se trataba de una reforma puntual y singular, el habilitar la reelección inmediata era un tema de carácter estructural en la conformación institucional de la República y en ese punto el Congreso había quebrado una inveterada tradición prohibitiva. Afirmándose además en los argumentos de este tenor que se habían vertido en la Asamblea Constituyente de 1991, los actores afirmaban que la cláusula en cuestión no podía decidirse por el procedimiento congresional pues no podía sostenerse que fuera, conceptualmente, una reforma “parcial”, sino que por el contrario estaba alterando el núcleo del sistema de gobierno.
La misma concepción “sistémica” era el basamento del planteo subsidiario, que denunciaba la omisión en habría incurrido el Congreso al no acompañar la reelección inmediata del Presidente de las modificaciones a la Carta Política necesarias para que la nueva institución resultase coherente con el bloque de constitucionalidad vigente, a efectos de salvaguardar el Estado democrático de derecho y pluralista, todo ello a raíz del perfil potencialmente hegemónico decantado hacia la figura del Jefe de Estado que, en ejercicio del poder, se presenta con competidores que concurren a los comicios desde el llano.
La Corte rechazó estos argumentos a partir de una exégesis bastante literalista –casi tautológica- de las normas involucradas. Asumió el principio de que la Constitución puede ser reformada por el Congreso, no derogada, subvertida o sustituida, pero a renglón seguido se atrincheró en la restricción constitucional que le impide hacer un control material sobre el contenido mismo de las reformas.
El criterio de la Corte colombiana es discutible: es imposible negar que habría –en algún punto- una zona donde la “reforma” constitucional surtiría efectos asimilables a la “sustitución”, pero el tribunal no se siente competente para analizar tales disquisiciones. Cierto es que el fallo deja abierta la posibilidad de limitar esas reformas cuando se trate de alteraciones que vengan a conmover “los elementos esenciales que definen el estado social y democrático de derecho, fundado en la dignidad humana”, aunque la salvedad suena a poco: pensemos en una reforma que pase de un sistema presidencialista a uno marcadamente parlamentarista, o de uno federativo a unitario, importantísimas cuestiones que definen la identidad de un sistema, podrían según la doctrina afirmada hacerse válidamente con el procedimiento “soft” que deja promulgar el cambio sin el consenso especial de un poder constituyente derivado y elegido al efecto.
Voy a poner ejemplos argentinos: en el caso “Fayt”, para poder llegar a la conclusión de que la Constituyente no estaba habilitada para poner la cláusula de caducidad / ratificación de los magistrados supremos a los 75 años, es obvio que tuvo que considerar el contenido de la reforma objetada. De lo contrario, nunca habría podido hacer una premisa menor en el silogismo que culmina invalidando. Pero, he aquí lo importante, revisar y escrutar el contenido de un acto -a los efectos de establecer la adecuación competencial- no implica hacer un control “de mérito” en el que el juez adopta el cartabón de su propio criterio político.
Cuando la Corte Suprema decretó la inconstitucionalidad del bien de familia de la Constitución de Córdoba en “Banco del Suquía”, no hizo análisis sobre el mérito de dicho instituto, sino que sólo dijo que era cuestión impropia de legislación local. Y, otra vez, sí tuvo que hacer un razonamiento que implicaba un encuadramiento liminar del “contenido”, lo cual le permitiría concluir que ello era inconciliable con la atribución federal de dictar el Código Civil.
Sin perjuicio de lo dicho, creo que en el fondo el argumento de las demandas era un poco forzado, ya que la prohibición de reelección no llega a ser un “cambio de paradigma” constitucional, por lo que en todo caso podría haberse llegado a la misma conclusión, pero por otros caminos. En cualquier caso, estos problemas me permiten arriesgar una moraleja útil para diseñadores constitucionales: la rigidez es mejor que la combinación de procedimientos reformadores “ordinarizados” que generan problemas y hacen que la Constitución pierda su vocación de permanencia institucional quedando a tiro de la voluntad política que pueda sostener una mayoría transitoria.