Vence a tus enemigos fundiéndolos en fosas de ácido: Los videojuegos y su regulación



Vence a tus enemigos fundiéndolos en fosas de ácido, empálalos en techos con pinchos o cuélgalos de ganchos…


Con esta cita del folleto de Mortal Kombat Shaolin Monks empieza un informe de la rama española de Amnistía Internacional que manifiesta su preocupación por la regulación legal de los videojuegos. Mas allá de mis discrepancias parciales, que quedarán expuestas en este post, debo decir que no hay allí sensacionalismo gelbuniano. Vale la pena entonces leer ese texto, que puede descargarse en PDF de este link y, a propósito de ello, vamos a hacer algunos comentarios sobre el tema, matizados, ay, con alguna referencia autobiográfica.

Un caso curioso de autorregulación

Mis amigos liberales estarían encantados de señalar la calificación de videojuegos como un caso testigo donde una industria se autorregula exitosamente, sin legislación estatal. De hecho, así ocurre tanto en Europa como en los Estados Unidos. Otra cosa, muy distinta, es que el sistema funcione bien, aunque de eso hablaremos –en realidad, hablará Amnistía- más adelante.

Impulsado por la Comisión Europea, en abril de 2003 entró en vigor el PEGI (Sistema Paneuropeo de Información sobre Juegos), elaborado por la Federación Europea de la Industria del Software Interactivo. Este código viene a estandarizar los criterios de clasificación de los videojuegos. Así, por ejemplo, conforme a su artículo 2, relativo a la clasificación por edades establece que el objetivo del etiquetado, la promoción y la publicidad de los productos tienen por fin proporcionar a los padres y educadores información objetiva, inteligible y fiable acerca de la edad para la que se considera adecuado un determinado producto desde el punto de vista exclusivo de su contenido.

Para ello el código cuenta con una serie de instrumentos entre los que se encuentra el "Sistema de clasificación por edades" (código PEGI) que regula la concesión de licencias para el uso de etiquetas específicas indicadoras de la edad para la que se recomienda el producto en virtud de su contenido, así como los íconos sobre los 6 criterios establecidos (violencia, palabrotas, miedo, sexo o desnudos, drogas y discriminación) que determinan por qué el producto ha sido etiquetado para una determinada categoría de edad.

Un sistema similar funcionaba desde 1994 en los Estados Unidos, administrado por la Entertainment Software Rating Board (ESRB). En su página de Internet explican que en 2004 calificaron 1036 juegos: el 54% con una E (Everyone) aptos para todo público, el 33% con T (Teen), adolescentes; el 12 % con M (Mature), para adultos.

La ESRB casi podría ser analogada en nuestra doctrina administrativista con una persona de derecho público no estatal, pues hay importantes efectos que se siguen de la calificación que ella asigna. Si el fabricante del juego está en el sistema, y cumple con las normas de publicidad impuestas, queda a salvo de las sanciones que puede aplicar la Comisión Federal de Comercio como órgano de aplicación de la Children’s Online Privacy Protection Act, una ley destinada a proteger y monitorear los contenidos informáticos accesibles por niños.


Lo que dice el informe de Amnesty

Amnesty España puntúa en el informe varias objeciones. La primera es conceptual: dice que “la protección de la infancia no puede depender de un compromiso voluntario”. Para sostener y explicar por qué habría problemas en esta solución que se ha venido imponiendo hasta ahora, es necesario entonces ver cuales son las debilidades y los puntos de fuga que se observan en el mercado de juegos.

La organización dice que ha podido comprobar que la mayoría de los videojuegos que se venden en comercios sólo tienen la etiqueta de categoría de edad, sin estar acompañada de los iconos sobre los criterios que explican por qué se ha clasificado para una categoría de edad determinada. También constata la inexistencia en los puntos de venta de carteles informativos sobre la existencia del Código PEGI, sus objetivos, sus criterios de clasificación, etc.

El informe dice que “Los videojuegos son un producto de mercado y, como tal, debería contener siempre la información necesaria que permita al usuario un consumo responsable. Un paquete de las clásicas galletas María contiene en su envase información relativa a: ingredientes, cantidad en gramos, información nutricional (…) el lote de fabricación, fecha de caducidad y recomendación sobre el lugar de conservación. Por eso, AI “pide a las autoridades competentes que los videojuegos sean tratados como un producto de mercado que incluya toda la información necesaria sobre sus contenidos, así como la referencia a un organismo encargado de atender a las reclamaciones o dudas del consumidor”.

Este criterio de Amnistía me parece cuestionable. En primer lugar, la analogía es errónea porque la información nutricional de una galleta no es una cosa ostensible y yo, como padre, no puedo saberlo de otro modo que no fuera el de leer lo que diga el envase. El gramaje y demás factores hacen a cuestiones de lealtad comercial, no de bromatología, y eso es otra historia.

Pero además, piénsese en lo siguiente: los libros son también productos de mercado, y nadie pretendería que cuando uno compra novelas le tienen que explicar –por caso- que la obra contiene escenas y descripciones no aptas para menores. Pensemos en la obra nacional, por excelencia, el “Martín Fierro” -que muchos chicos leen por prescripción docente- y volvamos sobre los criterios europeos para videogames: violencia, palabrotas, miedo, sexo o desnudos, drogas y discriminación. Pues bien, el Martín Fierro califica para que le endosemos por lo menos cuatro de estos brulotes. Pero siempre parece que hay géneros “mayores”, como la literatura, y géneros “menores”, más sospechables o pecaminosos.

En otro orden de cosas, es interesante que AI denuncie que el código de autorregulación PEGI contemple la "discriminación" como un criterio válido de clasificación. Esto, pues explica que la eliminación de toda forma de discriminación se encuentra recogida en convenios internacionales y por lo tanto, permitir que se venda un videojuego, que tenga esa característica supone incumplir las obligaciones asumidas por los Estados.

Ahí hay un buen punto, en especial cuando se encuentran games del tipo “Ghetto Blaster” o “Shoot the Black”, que en realidad no son juegos de compañias importantes sino programejos que se descargan de sitios infames de Internet, y que tienen un contenido ciertamente racista. Otras veces, los casos donde se reconoce o se imputa “discriminación” tienen que ver, por ejemplo, con un personaje central, mafioso, que lleva un apellido previsiblemente italiano. Yo no llegaría a tal punto, como cuando alguna vez se acusaba a la serie “The Sopranos” de reforzar el estigma criminal de la comunidad ítalo-norteamericana. Por eso es importante aguzar la vista al momento de ver cómo se interpreta o qué se dice del game cuando vamos al caso particular, y entonces quiero exhibir alguna muestra de cómo esta operatoria a veces se torna algo recelosa.


Un ejemplo concreto de análisis de un juego

Por eso es que tomo estas líneas de otro informe de AI de diciembre de 2002, donde se analiza al juego “Stronghold Crusader” de Firefly (para los no expertos, es parecido al "Age of Empires" de Microsoft).




Se trata de un videojuego de estrategia en tiempo real en el que el jugador controla unas tierras y debe manejar tanto elementos económicos como estratégicos para llevar a cabo su misión.

Stronghold Crusader tiene dos niveles: En el primero tenemos la gestión económica y social, es decir, todo tipo de acciones relacionadas con alimentación, impuestos, construcción y obtención de recursos. El jugador debe ajustar sus presupuestos, subir o bajar los impuestos, facilitar el acceso a la alimentación o dificultarlo, etc. En el segundo nivel, el militar, el jugador debe controlar el ejército y afrontar las numerosas batallas.

Es en este nivel donde podemos encontrar mensajes contrarios a los derechos humanos, pues dentro de las unidades árabes, encontramos a los esclavos, descritos en el folleto del juego como las unidades más baratas y cuya misión consiste en incendiar nuestras posiciones, o los asesinos, perfectos para atacar por sorpresa gracias a su capacidad para no ser vistos por los enemigos.

Entre las opciones de combate que aparecen, cabe destacar la posibilidad de cavar túneles, de asediar fortalezas, e incluso de "disparar ganado contaminado para propagar enfermedades entre los enemigos".

Este juego se encuentra en cualquier tienda especializada. Esta suscrito al Código de Autorregulación y aparece etiquetado para mayores de trece años. En opinión de Amnistía Internacional videojuegos como este, no deben estar al alcance de menores.

Claro: lo más probable es que influenciado por el juego el niño salga corriendo a comprar esclavos, asediar fortalezas, o peor aún, a disparar ganado contaminado contra sus vecinos. Me cuesta un poco suscribir esa lógica, y más bien me hace acordar a un chiste que yo hacía con la baraja española, cuando decía que me negaba a jugar con ella porque me parecía injusto que algunas figuras valieran más que otras, siendo sospechosamente las más importantes las representativas de la aristocracia y la monarquía. Vamos, que esto parece un desvarío como los que frisaban los maximalistas de la Revolución Francesa.

Una opinión (autobiográfica)

De verdad, creo que hay un poco de ñoñería y paranoia en estos reclamos que solemos oír de cuando en vez. Todas las generaciones ahora adultas se criaron jugando a imitar series de TV donde yanquis liquidaban alemanes o japoneses, o donde cowboys se tiroteaban con indios, y nadie sale a matar gente por ahí (y los que lo hacen parecen motivarse por otras causas ajenas a aquellas ficciones de matiné) por la misma razón que nadie intenta salir volando del balcón aunque vea que Superman sí pueda hacerlo.

Yo mismo soy de la primera generación que se cría con fichines, desde el Pacman, el Commando, y el Gálaga, y en una época algo sórdida me desintoxicaba del derecho dedicando dos horas por día a jugar al Doom (el primer First-Person Shooter), pero nunca se me ocurrió tocar un arma. Solía juegar luego a los Need for Speed de modo temerario, pero en la calle soy un conductor super prudente. Todavía hoy, algún fin de semana de ocio, me doy una vuelta por las ciudades del GTA, y si me pongo en la piel de un mafioso que tiene que robar un banco lo hago a a sabiendas de que en la mano tengo un mouse, no otra cosa, y sin elucubrar alternativas replicables en la vida real.

Me permito aquí hacer un impasse personal para un sentido homenaje para los creadores de jueguitos entrañables y no violentos como el Tetris, el Maniac Mansion, el Loom, el Monkey Island y el The Incredible Machine, todos de las épocas románticas del D.O.S. en que no existían las placas 3d.

Quisiera también homenajear al Prince of Persia de 1991, pero tengo miedo que una lectura Dorfmaniana del asunto termine por avisarme de que hay todo un submundo de prejuicios y discriminaciones ocultas en ese flacuchín que tenía que hacer esgrima con gordos esbirros y saltos ornamentales para rescatar a su princesa.

Que quede claro que no soy un libertario en este punto. Admito que esto requiere algún tipo de filtración, que no todos los juegos pueden ser aptos para chicos, y no querría que mis primitos Tenca y Antú jueguen al San Andreas, que parece bien calificado por la ERSB como “M”, pues requiere cierta madurez para hacer ese distanciamiento cognitivo. El cómo regular es otra cosa, y este post continuará.

(Me dicen por ahí, y tienen razón, que mis posts están un poco largos, así que paro acá. Prometo para la próxima un reacercamiento a este tema, y un análisis de la ley que, a los ponchazos, intenta regular la cuestión en la Argentina).


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Para ver los informes que AI ha hecho sobre el tema en España, puede visitarse esta página.

Update: La segunda parte de este post, en este link.