(continúa del post anterior)
Repárese que lo que justifica la intervención estatal no es la desconfianza en la autodeterminación del sujeto, sino la presunción de que su voluntad de asumir el riesgo, o no existe, o se encuentra viciada y no es tal, por problemas de desequilibrio en la posición contractual, por problemas de información o de posibilidad de internalizar la percepción del peligro corrido.
Esto no quita que al llegar a Cromañón esa noche haya habido quienes –sensatamente- se retiraron observando que el amontonamiento podía causarles serios problemas. Pero el Estado debe asumir una obligación de tutela más activa, y la prueba está que ante esa defección ese control se le reclama desde las propias víctimas… incluso desde los sectores liberales de la legislatura porteña que promovieron ellos mismos el juicio de destitución del Jefe de Gobierno (si hubieran sido consistente con su discurso laissez faire, tendrían que propugnar la derogación de toda la normativa de policía; antes bien, lo que hicieron, ya antes de eso, fue incrementar las potestades punitivas con la reforma al Código de Convivencia).
Queda claro que aquí juega un análisis de proporcionalidad muy delicado, que creo que no admite tampoco presunciones “iure et de iure”, que es discutible y re-discutible judicialmente. Pero sólo quiero llamar la atención del extravío y la inconsistencia de los argumentos que pretenden identificar toda regulación con paternalismo moralizante.
Restricciones al derecho de propiedad
Diego Goldman decía, en un comentario a mi post de los accidentes de tránsito, que él no estaba dispuesto a pagar directa o indirectamente el costo de los airbags. Puede ser, esta medida es discutible en términos de proporcionalidad. Pero ya veremos por qué el ya está pagando coactivamente por medidas de seguridad para sí mismo, en sus autos y en muchos actos de su vida cotidiana, desde las que están en las normas IRAM de los cables eléctricos que usa en su casa, hasta la norma MERCOSUR que establece especificaciones técnicas para el látex de los preservativos que quizá use.
Claro que hay límites: el Estado no va a impedir que mantengas relaciones sexuales sin ellos, ni podría prohibir que pongas los dedos en el enchufe. Tampoco te obliga a circular en auto: sólo establece cuáles son las condiciones en que uno puede hacerlo con una seguridad mínima, y aún en mi hipótesis, no podría impedir que alguien desactive el air bag con el que vino equipado su Fiat Vivace.
Miremos a los paragolpes. Un automóvil podría funcionar sin ellos, los automóviles serían más baratos, quizá más bellos, y su carencia no genera ningún problema a terceros. No es inconcebible que se puedan vender por separado (como antes sucedía con los cabezales, con los cinturones). Y sin embargo, todos los países del mundo exigen que sus automóviles salgan a la calle con paragolpes, y prohíben que circulen los autos que carezcan de esos dispositivos.
Aunque quizá en 1925 alguien pudo ver a la protección de los paragolpes como una precaución excesiva, que el Estado no tenía por qué imponer coactivamente.
Pero tiene razón en que al hacerlo le meten la mano en el bolsillo. Generalizando: la regulación incide indirectamente en nuestro patrimonio, porque sus efectos hacen que los precios (del “costo laboral” del empleador, de la casa que construyo, de la entrada al boliche, de las pastillas) suban. El Estado ha “ilegalizado” la opción más barata –plausible en un escenario desregulado- por dos razones iniciales: 1) porque esa opción barata es inherentemente peligrosa; 2) porque su peligrosidad no es del todo aparente, o involucra actos de la vida cotidiana en que las personas actúan mediante automatismos, y no pueden verificar permanentemente la “infraestructura”.
Esto último quiere decir que, por ejemplo, aquel que toma un ascensor en un edificio no tiene medios idóneos para advertir la peligrosidad del artefacto en que se mete. Entonces el Estado obliga a que si ponés un ascensor, el mismo cumpla con verificaciones periódicas. Y hace que eso sea de orden público: no vale que un contrato ad hoc entre los consorcistas del edificio y cada uno de sus visitantes predisponga que éstos “renuncien” a todo reclamo si el artefacto se cae, en cuyo caso tales cláusulas se reputarán nulas. De vuelta, esto supone que el consorcio tiene que afrontar un costo de mantenimiento que se le impone coactivamente.
Impugnar esto basándose en el carácter inviolable de la propiedad supone ignorar que hay allí mismo dos limitaciones constitucionales a ese derecho: los “impuestos” y las “cargas públicas”, siempre establecidos en condiciones generales de igualdad y razonabilidad. La propiedad no es el rey de los derechos, sino una de las varias figuras del politeísmo constitucional.
De todos modos, un análisis económico a mano alzada debería mostrar que estas medidas tienen sentido: el costo agregado de la precaución estatuida es menor que el costo agregado de los daños contingentes que deberá soportar el Estado o la sociedad en su conjunto (costos materiales y morales propios del siniestro, costos de oportunidad de una rehabilitación, pensiones, etc.). De donde resulta que lo que se hace es resolver una suerte de “dilema de prisionero” para evitar que agentes desinformados, persiguiendo su propio interés, adopten conductas en las que se perjudican.
Otras restricciones también importan
No estamos a favor de ataques paternalistas a la autonomía de la persona, pero creemos que ésta no es incompatible con algunas obligaciones de cuidado mínimas y razonables, que pueden presentarse motivadamente. De vuelta, defender en abstracto la posibilidad de que el Estado actúe para prevenir ciertas autopuestas en peligro, groseras e imprudentes, no supone defender cualquier regulación ni nos priva de opinar sobre su desproporcionalidad, inadecuación, falta de sentido, etc., aspectos todos ellos que la pueden y deben descalificar jurídicamente.
Reconocemos que el patrimonio no es el único factor a sopesar cuando subimos por los peldaños de la intervención estatal progresiva. Otros derechos también pueden entrar en crisis cuando se activa la tutela coactivizada. Como esta admite diversos grados, requiere además un juicio de proporcionalidad, como el que hemos explicado en varios post de este blog (empezando por éste).
Entonces: urge distinguir entre perfeccionismo transpersonalista (obligarme a ir a misa) o precauciones absurdas (que nadie use zapatos de taco porque se podría caer) y problemas públicos o de coordinación que una autoridad puede gestionar (aún sin resolver del todo, incluso por problemas de su propia eficacia, pero también porque la vida social no es una factoría). La pregunta de si esa autoridad debe o no ser una autoridad estatal es una discusión interesante, pero felizmente, no tan complicada como interesante.
Repárese que lo que justifica la intervención estatal no es la desconfianza en la autodeterminación del sujeto, sino la presunción de que su voluntad de asumir el riesgo, o no existe, o se encuentra viciada y no es tal, por problemas de desequilibrio en la posición contractual, por problemas de información o de posibilidad de internalizar la percepción del peligro corrido.
Esto no quita que al llegar a Cromañón esa noche haya habido quienes –sensatamente- se retiraron observando que el amontonamiento podía causarles serios problemas. Pero el Estado debe asumir una obligación de tutela más activa, y la prueba está que ante esa defección ese control se le reclama desde las propias víctimas… incluso desde los sectores liberales de la legislatura porteña que promovieron ellos mismos el juicio de destitución del Jefe de Gobierno (si hubieran sido consistente con su discurso laissez faire, tendrían que propugnar la derogación de toda la normativa de policía; antes bien, lo que hicieron, ya antes de eso, fue incrementar las potestades punitivas con la reforma al Código de Convivencia).
Queda claro que aquí juega un análisis de proporcionalidad muy delicado, que creo que no admite tampoco presunciones “iure et de iure”, que es discutible y re-discutible judicialmente. Pero sólo quiero llamar la atención del extravío y la inconsistencia de los argumentos que pretenden identificar toda regulación con paternalismo moralizante.
Restricciones al derecho de propiedad
Diego Goldman decía, en un comentario a mi post de los accidentes de tránsito, que él no estaba dispuesto a pagar directa o indirectamente el costo de los airbags. Puede ser, esta medida es discutible en términos de proporcionalidad. Pero ya veremos por qué el ya está pagando coactivamente por medidas de seguridad para sí mismo, en sus autos y en muchos actos de su vida cotidiana, desde las que están en las normas IRAM de los cables eléctricos que usa en su casa, hasta la norma MERCOSUR que establece especificaciones técnicas para el látex de los preservativos que quizá use.
Claro que hay límites: el Estado no va a impedir que mantengas relaciones sexuales sin ellos, ni podría prohibir que pongas los dedos en el enchufe. Tampoco te obliga a circular en auto: sólo establece cuáles son las condiciones en que uno puede hacerlo con una seguridad mínima, y aún en mi hipótesis, no podría impedir que alguien desactive el air bag con el que vino equipado su Fiat Vivace.
Miremos a los paragolpes. Un automóvil podría funcionar sin ellos, los automóviles serían más baratos, quizá más bellos, y su carencia no genera ningún problema a terceros. No es inconcebible que se puedan vender por separado (como antes sucedía con los cabezales, con los cinturones). Y sin embargo, todos los países del mundo exigen que sus automóviles salgan a la calle con paragolpes, y prohíben que circulen los autos que carezcan de esos dispositivos.
Aunque quizá en 1925 alguien pudo ver a la protección de los paragolpes como una precaución excesiva, que el Estado no tenía por qué imponer coactivamente.
Pero tiene razón en que al hacerlo le meten la mano en el bolsillo. Generalizando: la regulación incide indirectamente en nuestro patrimonio, porque sus efectos hacen que los precios (del “costo laboral” del empleador, de la casa que construyo, de la entrada al boliche, de las pastillas) suban. El Estado ha “ilegalizado” la opción más barata –plausible en un escenario desregulado- por dos razones iniciales: 1) porque esa opción barata es inherentemente peligrosa; 2) porque su peligrosidad no es del todo aparente, o involucra actos de la vida cotidiana en que las personas actúan mediante automatismos, y no pueden verificar permanentemente la “infraestructura”.
Esto último quiere decir que, por ejemplo, aquel que toma un ascensor en un edificio no tiene medios idóneos para advertir la peligrosidad del artefacto en que se mete. Entonces el Estado obliga a que si ponés un ascensor, el mismo cumpla con verificaciones periódicas. Y hace que eso sea de orden público: no vale que un contrato ad hoc entre los consorcistas del edificio y cada uno de sus visitantes predisponga que éstos “renuncien” a todo reclamo si el artefacto se cae, en cuyo caso tales cláusulas se reputarán nulas. De vuelta, esto supone que el consorcio tiene que afrontar un costo de mantenimiento que se le impone coactivamente.
Impugnar esto basándose en el carácter inviolable de la propiedad supone ignorar que hay allí mismo dos limitaciones constitucionales a ese derecho: los “impuestos” y las “cargas públicas”, siempre establecidos en condiciones generales de igualdad y razonabilidad. La propiedad no es el rey de los derechos, sino una de las varias figuras del politeísmo constitucional.
De todos modos, un análisis económico a mano alzada debería mostrar que estas medidas tienen sentido: el costo agregado de la precaución estatuida es menor que el costo agregado de los daños contingentes que deberá soportar el Estado o la sociedad en su conjunto (costos materiales y morales propios del siniestro, costos de oportunidad de una rehabilitación, pensiones, etc.). De donde resulta que lo que se hace es resolver una suerte de “dilema de prisionero” para evitar que agentes desinformados, persiguiendo su propio interés, adopten conductas en las que se perjudican.
Otras restricciones también importan
No estamos a favor de ataques paternalistas a la autonomía de la persona, pero creemos que ésta no es incompatible con algunas obligaciones de cuidado mínimas y razonables, que pueden presentarse motivadamente. De vuelta, defender en abstracto la posibilidad de que el Estado actúe para prevenir ciertas autopuestas en peligro, groseras e imprudentes, no supone defender cualquier regulación ni nos priva de opinar sobre su desproporcionalidad, inadecuación, falta de sentido, etc., aspectos todos ellos que la pueden y deben descalificar jurídicamente.
Reconocemos que el patrimonio no es el único factor a sopesar cuando subimos por los peldaños de la intervención estatal progresiva. Otros derechos también pueden entrar en crisis cuando se activa la tutela coactivizada. Como esta admite diversos grados, requiere además un juicio de proporcionalidad, como el que hemos explicado en varios post de este blog (empezando por éste).
Entonces: urge distinguir entre perfeccionismo transpersonalista (obligarme a ir a misa) o precauciones absurdas (que nadie use zapatos de taco porque se podría caer) y problemas públicos o de coordinación que una autoridad puede gestionar (aún sin resolver del todo, incluso por problemas de su propia eficacia, pero también porque la vida social no es una factoría). La pregunta de si esa autoridad debe o no ser una autoridad estatal es una discusión interesante, pero felizmente, no tan complicada como interesante.