Sen: Tres niños y una flauta

Cada tanto tenemos que salir de la veta más popular del comentarismo de fallos, y pasar a otros campos más divinos, menos coyunturales, tal vez menos divertidos, pero alguna vez hay que ir a tomar oxígeno. Por eso, esta es una crónica a propósito de “La idea de la justicia” de Amartya Sen, un libro de 2009 que se acaba de publicar en castellano este año (los números que figuran remiten a la paginación de la edición de Taurus, traducción de Hernando Valencia Villa).




Gracias totales

Uno se da cuenta de que para Sen este es SU libro al ver la lista de agradecimientos del prólogo, que parece una guía telefónica. Evidentemente para Sen esta es su gran sinfonía en temas de la justicia, el opus que más ha trabajado, revisado y defendido. En el clásico eslógan de solapa, leemos: “Una obra monumental” (The Independent), “La más importante contribución en este campo desde la Teoría de la Justicia de John Rawls” (Hilary Putnam, Universidad de Harvard). Rawls es precisamente el aludido excluyente y esta obra de Sen es también el resultado de cuarenta años de diálogo con Rawls (Recordemos: “La justicia como equidad” es de 1958) y con la feligresía rawlsiana (un colectivo que, dirá este humilde reseñista, no nos cuenta entre sus más espontáneos adherentes, aunque está ahí como el Sol, y parece que todo gira en torno de ella)

Almeyda, Batistuta, Coloccini

En un sentido veremos una idea que abandona el monoteísmo axiológico o, si se quiere, dikelógico. No hay una “solución imparcial única para la sociedad perfectamente justa”. Sen describe “la posible sostenibilidad de las razones plurales y rivales para la justicia”, razones todas con análogas aspiraciones de imparcialidad y que no obstante difieren y compiten en entre sí. Sen las ilustra con un ejemplo en el cual hay que decidir cuál de tres niños —Almeyda, Batistuta y Coloccini— debe teber una flauta que ellos se disputan.

Almeyda reclama la flauta con el fundamento de que el es el único de los tres que sabe tocarla (los otros dos no lo niegan) y de que sería muy injusto negar el instrumento al niño que realmente puede tocarlo. Si esto es todo lo que sabemos, el argumento en favor de dar la flauta al primer niño sería muy fuerte.

En un escenario alternativo, Batistuta toma la palabra y defiende su reclamación de la flauta con el argumento de que él es el único de los tres que es tan pobre que no tiene juguetes propios. La flauta le ofrecería algo con qué jugar (los otros dos admiten que son más ricos y están bien provistos de entretenimiento). Si sólo hubiésemos escuchado a Batistuta, su argumento sería muy poderoso.

En otro escenario alternativo, Coloccini habla y señala que ha estado trabajando con diligencia durante muchos meses para elaborar la flauta con sus propias manos (los otros dos lo confirman), y en el momento de terminar su labor, «aparecieron estos usurpadores para arrebatarme la flauta». Si la declaración de Coloccini es lo único que hemos escuchado, podemos inclinarnos a darle la flauta en reconocimiento de su comprensible aspiración a algo que ella misma ha fabricado.

Tras escuchar a los tres niños y sus diferentes líneas de argumentación hay una decisión difícil que tomar. Los teóricos de diferentes presuasiones, como los utilitaristas, los igualitaristas económicos o los libertarios pragmáticos, pueden opinar cada uno por separado que existe una solución justa inequívoca que salta a la vista y que no hay dificultad alguna en avistarla. Pero casi con certeza cada uno vería una solución diferente como la obviamente correcta. (45)

De ahí la conclusión es clara: “cualquier enfoque de la justicia, como el de Rawls, que propone prolongar la elección de los principios de justicia en la rigidez de una única estructura institucional (…) no puede reconciliar con facilidad los principios rivales sobrevivientes que no hablan con una sola voz” (75).

Esmerilando a Rawls

Así Sen nos dice que existen problemas insolubles en la teoría de Rawls, de varios órdenes.

En primer lugar (como lo muestra el problema de los niños y la flauta) la imparcialidad puede asumir muchas formas diferentes (86), lo cual contradice la pretención de las teorías de la justicia que aparecen encuadradas a “darnos una fórmula muy detallada para la justicia social y para la firme identificación, sin indeterminación alguna, de la naturaleza de las instituciones sociales justas”.

En segundo lugar, también impugna la idea de que las personas harán de manera espontánea lo que han acordado hacer en la posición original (“Rawls simplifica mucho la elección de instituciones pues nos dice qué esperar del comportamiento de los individuos una vez establecidas las instituciones” (109).

En tercer lugar, el empleo del contrato social a la manera de Rawls es pobre e insuficiente en tanto las decisiones de una comunidad pueden tener externalidades o efectos proyectados a otras comunidades: “La figura de la posición original nos deja con muy poco margen de maniobra, como necesitados de un gigantesco contrato social global” (100). Sen defenderá “el no parroquialismo como requerimiento de la justicia” (436) y aboga por un enfoce comparatista, avalando el uso de jurisprudencia extranjera como apoyo de decisiones locales, tópico ya clásico de discusión en la SCOTUS.

Siete principios

Sen es un economista preocupado por la justicia. Entre otras cosas, estudiando hambrunas, demostró que la razón no era un descenso en el stock de alimentos sino a problemas en la distribución. Tiene a su favor el enfoque radicalmente pesimista de la ciencia lúgubre: en todos los escenarios hay escasez, hay distorsiones informativas, hay inconsistencias temporales. Entonces, a Sen se le llena la teoría de preguntas.

Toda la “idea” de la justicia de Sen (nótese que ya no hay búsqueda de “una teoría” como en Rawls) parece ser un esfuerzo en traducir estas preguntas en criterios de funcionalidad para orientar una búsqueda, y en ese sentido, parece implicar una concepción “epistémica” y no “sustantiva” de la justicia. Esta concepción epistémica no es un dunquerque ni una resignación, sino un derrape que Sen pretende controlar apoyándose en la teoría de la elección social y subrayando siete principios (desarrollados en pp. 136-140, en lo que para nosotros es el cenit del libro).

Hay cuatro de ellos que postularemos como “metateóricos”, porque implican una suerte de teoría de segundo grado, teoría de la teoría, o metateoría de la justicia.

(1) Énfasis en lo comparativo y no sólo en lo trascendental. Una teoría de la justicia tiene algo que decir acerca de las ofertas disponibles, en lugar de mantenernos absortos en un mundo imaginario de imbatible magnificencia. En otra parte dirá: quienes insisten en que no se puede decidir qué hacer a menos que todos los valores sean reducidos de alguna manera a uno solo se sienten evidentemente cómodos con la contabildiad (“¿es más o menos”) pero no con el juicio (“¿es más importante que el otro?”) (428).

(2) Reconocimiento de la ineludible pluralidad de los principios rivales. Esta pluralidad puede o no conducir a un resultado de imposibilidad, que genera un callejón sin salida, pero la necesidad de tomar nota de la posibilidad de conflictos duraderos entre principios no eliminables puede ser muy importante para la teoría de la justicia. (Sen dirá, también más adelante: “cualquier problema serio de evaluación social dificilmente puede eludir la aceptaion de la pluralidad de valores”, 269).

(3) Permitir y facilitar el reexamen. Principios generales sobre decisiones sociales plausibles pueden resultar muy problemáticos puesto que pueden reñir con otros principios generales también plausibles. La mente humana no tiene capacidad suficiente para captar el inmenso alcance de los principios generales. Una vez que los principios se formulan en términos amplios y cubren muchos más casos que los que han motivado nuestro interés en esos principios, podemos enfrentarnos a obstáculos imprevistos.

(4) Permisibilidad de las soluciones parciales. Incluso una teoría completa de la justicia puede producir ordenamientos incompletos de justicia. En muchos casos lo incompleto puede ser “asertivo” y producir formulaciones como que X e Y no pueden ser ordenados según criterios de justicio. Esto contrasta con lo incompleto tentativamente aceptado, mientras espera o trabaja para ser completo, con base en más información o más profundo examen, o con el uso de algunos criterios adicionales. La teoría de la justicia tiene que dar cabida tanto a lo incompleto asertivo como a lo incompleto tentativo.

La enunciación de Sen de los principios que aquí llamo “deliberativos” incluyen el énfasis sobre (5) la “diversidad de interpretaciones e insumos”, (6) la “articulación y razonamiento precisos”, y (7) el “papel del razonamiento público”. La verdad sea dicha, el tratamiento de Sen de estos tres principios es menos nítido. Prudentemente dirá que algunos de los desacuerdos efectivos pueden ser eliminados a través del razonamiento, por medio del cuestionamiento de los prejuicios establecidos, los intereses creados y las preconcepciones indiscutidas (“superar las limitaciones posicionales”, 199). Todo esto sin dejar de asumir la incompletitud del método deliberativo (“muchos de tales acuerdos de gran significación pueden alcanzarse, pero esto no quiere decir que cada problema de elección social puede ser arreglado de esta forma”, 429).

Pero estamos de acuerdo en algo que es su lema: que existe gran potencial en el poder de “ordenaciones parciales”, y que a pesar de la pluralidad pueden surgir conclusiones definitivas (en ese sentido se parece un poco a la teoría de Sunstein de los acuerdos no completamente teorizados, cosa que Sen reconoce aclarando que él alega sobre la factibilidad de que perspectivas heterogéneas puedan ser contesten en separar las opciones plausibles de las propuestas claramente rechazables, 430n).

Qué me pareció.

Funciona bien como polemista (en sus críticas a Rawls, a la Teoría de la Elección Racional), tiene un tono docente (no da demasiadas cosas por supuestas, usa anécdotas) y un espíritu ecuménico (en un ecumenismo que no incluye ningún autor hispanoamericano, hay que decirlo) y a todo evento es un libro erudito, decorado con ejemplos y digresiones que van desde los problemas de la respuesta frente al terrorismo fundamentalista hasta la exigencia de un trato respetuoso hacia los tartamudos.

Pero el hojeo previo puede dar una sensación de librazo que la lectura en seco no puede confirmar. Sen es calesitero, sobreexplica y subexplica, da vueltas para volver a decir de otro modo cosas que ya había dicho y a veces incurre en vaguedades y ambiguedades, o al menos es demasiado optimista sobre conceptos que yo veo difusos (cosa que me pasa con todo el enfoque de las “capacidades”).

Dictamen divido, entonces: adherimos a sus cuatro principios metateóricos y compramos esa parte, el motor de su “idea de la justicia”, y seguramente volveremos muy seguido a Sen. De momento, sin pedir lujos ni “monumentalidad”, en el libro hay algo que nos gustó.